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Bendecidos y perdonados



¡Cuán bienaventurado es aquel cuya transgresión es perdonada, cuyo pecado es cubierto! ¡Cuán bienaventurado es el hombre a quien el Señor no culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño! Salmo 32:1-2 (LBLA)

Este es uno de los siete salmos penitenciales; los otros son los Salmos 6, 38, 51, 102, 130 y 143. Estos salmos de arrepentimiento fueron agrupados de esta manera en los primeros siglos de la iglesia. A menudo se usan en la adoración, especialmente durante la temporada de Cuaresma, pero no están limitados a ella ya que proporcionan palabras para las oraciones diarias de arrepentimiento.

Según el salmista David, las bendiciones recaen sobre la persona cuyas transgresiones son perdonadas, cuyos pecados son cubiertos. Las bendiciones llegan a aquel "en cuyo espíritu no hay engaño". Cuando se trata de cuestiones de arrepentimiento, el apóstol Juan explica con más detalle esa necesaria falta de engaño: "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos los pecados y para limpiarnos de toda maldad" (1 Juan 1: 8-9).

El pecado es engañoso y fácilmente nos ciega a nuestra necesidad de arrepentimiento y de un Salvador. En estos salmos penitenciales, la Palabra de Dios rompe el engaño y nos revela esas necesidades. David describe los resultados espirituales y físicos de sus inútiles intentos por ocultar su pecado: "Mientras callé mi pecado, mi cuerpo se consumió con mi gemir durante todo el día. Porque día y noche tu mano pesaba sobre mí; mi vitalidad se desvanecía con el calor del verano" (Salmo 32:3-4).

Un salmo anterior describe el sufrimiento de nuestro Señor en la cruz con palabras que reflejan la lucha del salmista con el pecado oculto: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué estás tan lejos de mi salvación y de las palabras de mi clamor?... Soy derramado como agua, y todos mis huesos están descoyuntados" (Salmo 22:1, 14a). Jesús cargó en su cuerpo los pecados del mundo, los pecados que lo hicieron gemir y descoyuntaron sus huesos. En la cruz, donde el Hijo de Dios fue abandonado al sufrimiento y la muerte, se reveló la terrible ira de Dios contra el pecado. Él pagó allí el precio que nosotros teníamos que pagar por nuestra sanidad y perdón, porque "sin derramamiento de sangre no hay perdón de pecados" (Hebreos 9:22b).

El salmista reconoció sus pecados, confesó sus transgresiones al Señor y recibió el perdón. Cuando dejamos de intentar ocultar nuestros pecados y confesamos nuestros pecados a Dios, Él es "fiel y justo para perdonarnos". A través de la muerte redentora y resurrección triunfante de Jesucristo somos bendecidos: nuestras transgresiones son perdonadas, nuestros pecados cubiertos.

Ser "bendecido" es recibir el favor de Dios, un favor que no merecemos, un favor concedido por la causa de Jesús. Lavados con la sangre de Jesús, cerramos nuestra oración de arrepentimiento con palabras de alabanza: "¡Alégrense en el Señor y regocíjense, justos; den voces de júbilo todos ustedes, los rectos de corazón! (Salmo 32:11).

ORACIÓN: Dios Todopoderoso y Padre nuestro, te alabamos por el regalo de nuestro Salvador, cuya sangre nos ha limpiado del pecado. Amén.

Dra. Carol Geisler


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Para reflexionar:

1. ¿De qué manera cubre Dios nuestros pecados?

2. ¿Cómo es posible el perdón de nuestros pecados?

 

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